
Nuestros polluelos
Oscar Romo Salazar, Recientes 28/05/2017 No hay comentarios en Nuestros polluelos 92El sábado pasado acudí en compañía de mi esposa María Emma a la misa de Primera Comunión de Ariel, el penúltimo de nuestros nietos. Dicha misa se celebró en la Parroquia de San Juan Capistrano, y aunque nos fuimos muy temprano para tocar buen lugar, de todos modos nos tuvimos que estacionar como a tres cuadras del templo, y nos tuvimos que sentar en el último tercio del templo. Excuso decir a usted el “gentío de gente” que hubo, entre los chamacos y chamacas que iban a comulgar por vez primera, sus padrinos y madrinas, sus papás, mamás, hermanitos, tíos, tías, abuelos, nanas, catequistas, monaguillos, fotógrafos, y hasta uno que otro curioso que también se coló en el templo para ver de qué se trataba el tumulto. Todo lo anterior agravado por el hecho de que inmediatamente después de esa misa -que empezó a las 8:00 a.m. y concluyó a las 9:30 aproximadamente- luego empezaría otra exactamente con el mismo propósito.
San Juan Capistrano se localiza sobre el Boulevard San Bernardino, en el tramo que corre de norte a sur entre los bulevares Colosio y Navarrete, dentro de una zona residencial de clase media alta. A la salida de la misa en que nuestro nieto Ariel recibió su primera oblea consagrada, entre los que salíamos y los que llegaban para la siguiente misa se armó una pelotera que para qué le cuento. Varios centenares de automóviles en un tramo de calle de cuando mucho 200 o 250 metros. El desbarajuste era monumental y todo el mundo hacía barbaridad y media con tal de abandonar lo más pronto posible el lugar, y otro tanto hacían los que llegaban para acomodarse en alguno de los espacios que iban quedando desocupados. Y, por supuesto, no apareció un solo policía para poner un poco de orden en ese monumental desmadre vial sabatino. Pareciera que el Hermosillo actual ama vivir en el caos, en el desorden y los tumultos, sean del tipo que sea y con el pretexto que sea: Expoganes, festivales, ceremonias religiosas, o simples pachangas callejeras.
Como dije, la misa fue larga, muy larga, pero mi esposa y yo íbamos preparados para ello. En un momento dado el párroco nos pidió permiso a los adultos para dirigirse exclusivamente a los niños y niñas que comulgarían por primera vez, y ni modo que le dijéramos que no. A los pocos minutos mi esposa me susurró al oído que esa sería “una misa didáctica”, en la cual los niños aprenderían cosas nuevas, pero tampoco los adultos que ahí estábamos reunidos nos quedamos atrás. Aprendí por ejemplo qué son el alba, el cíngulo, la estola, la casulla u ornamento, y cuál es el significado místico que tiene cada una de esas piezas que utiliza el sacerdote oficiante. Cada una de las preguntas que hacía el párroco, la repetía varias veces, como para que nunca de les borren de la mente a los niños. Algo parecido a aquel viejo adagio magisterial: “La letra a fuego entra”.
Mientras la eucaristía se iba desarrollando lentamente, mi mente empezó a hacerme jugarretas. Al ver a tantos niños en esa hermosa edad en que se recibe la primera comunión, y al percibir la frescura e inocencia con que respondían las diversas preguntas del sacerdote, me puse un poco triste, al pensar cuánto tiempo de dulzura e inocencia les podrá quedar a nuestros polluelos, en este mundo feroz y despiadado en que estamos viviendo. Y más triste todavía me puse al reflexionar profundamente sobre cuánto tiempo les podrán durar las enseñanzas que recibieron en sus clases de catecismo, ante los embates de la realidad que nos envuelve cada día, todos los días, dentro de sus hogares, dentro de sus escuelas y dentro de la turbulenta ciudad en que vivimos, ellos y nosotros.
Y de pronto algo de lo que les estaba diciendo el párroco a los niños me estalló en la mente, y de un jalón me sacó de mis meditaciones. El cura les estaba diciendo y repitiendo una y otra y otra vez, que deberían ser siempre buenos niños y buenos niños católicos, verdaderos hijos de Jesús, y amarlo por sobre todas las cosas, con el mismo amor que ÉL nos amó, lo cual desde luego me parece perfecto, y desde el punto de vista de las exigencias del ministerio sacerdotal, incluso impecable. Que debían tener fe, y de mantenerse fieles y ser leales a Jesús. Lo cual también me parece perfecto.
Pero nunca, en ningún momento, el párroco convocó a esa parvada de polluelos que son nuestros por derecho de sangre, a ser tan buenos ciudadanos como buenos católicos. Y pensé que si la Iglesia de Cristo necesita de buenos católicos, de auténticos soldados de la fe, nuestra sociedad necesita con no menos desesperación excelentes ciudadanos, soldados cívicos valerosos y hasta heroicos capaces de entablar las duras luchas que vienen, y sostener en pie a nuestras comunidades heridas y desfallecientes.
¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma? ¿De qué le sirve a Jesús una división de infantería de maravillosos niños católicos, si no son capaces de luchar hasta la muerte por el mundo en que viven? ¿Por qué limitarse a pedir buenos niños católicos, cuando podemos pedir que además de serlo sean buenos y aún mejores ciudadanos, de esos que las sociedades en todas partes de México necesitan con desesperación?
El secreto es lograr una formación integral en todos y cada uno de nuestros niños y jóvenes. Ahí es donde está el semillero y ahí es donde necesitamos abonar el terreno, para que las plantas que crezcan sean fuertes y produzcan frutos ricos y abundantes. Y les pregunto a usted que está leyendo esto que estoy escribiendo, y a ustedes maestros que los atienden todos los días en millones de salones de clases, y a ustedes señoras catequistas de buena voluntad que preparan a nuestros polluelos para ser buenos católicos, y a ustedes padres de familia que los trajeron al mundo para ser felices y servir a Dios y a su país… ¿lo estamos haciendo? ¿Lo estaremos logrando?
Si apenas a la salida de su misa de primera comunión, santificados por el sacramento recibido, fueron testigos del comportamiento de sus padres y sus madres al conducir el automóvil de la familia, del inaudito desprecio por las reglas de cortesía y urbanidad, y del orden en todos sentidos ¿Cuánto tiempo les va a durar la santidad y el deseo de ser buenos católicos? ¿Podemos esperar que ante tales demostraciones de anti civilidad esos polluelos nuestros se conviertan mañana en buenos ciudadanos, respetuosos de la ley y el orden?
Y si por añadidura todos los días de sus vidas de niñez y juventud, en la privacidad de sus hogares lo único que escuchan de sus padres -responsables absolutos de inculcarles buenas enseñanzas y de brindarles los mejores ejemplos- lo único que han escuchado son críticas contra la autoridad y contra las instituciones, e insultos contra los gobernantes, e inclusive comentarios negativos, chismes y mitotes contra los sacerdotes y los maestros; si en suma, papá y mamá no dejan títere con cabeza en esa crítica demoledora y frecuentemente infundada, ¿qué podremos esperar de esos polluelos que todo lo escuchan, todo lo absorben y todo lo procesan? ¿Buenos ciudadanos, constructivos y con actitudes positivas, o energúmenos destructivos que todo lo ven negro, porque tal vez en su vida familiar jamás hubo un día blanco y apacible?
Salimos mi esposa y yo del templo, y nos detuvimos en la explanada exterior para esperar que saliera Ariel, nuestro querido nieto, como dije, el penúltimo de la parvada, para abrazarlo y decirle -una vez más- cuánto lo amamos y cuán orgullosos nos sentimos de él. La barahunda era de pronóstico reservado, pero hicimos de tripas corazón y aguantamos a pie firme los empujones, los pisotones y zarandeos. Un abuelo y una abuela, por viejos y achacosos que estén, son perfectamente capaces de aguantar todo eso y mucho más, por cualquiera de sus nietos.
Nuestro nieto, el que acaba de hacer su primera comunión, tiene un alma inocente. No sabe lo que le espera más adelante en su vida, y no tiene ni idea de la crueldad del mundo y de sus semejantes, porque en este momento todo lo ve a través de un velo de bondad recientemente impregnado de cristiandad y buena voluntad. En nuestras manos, en las de sus abuelos, las de sus padres y sus maestros, ha sido depositada la tremenda responsabilidad de prepararlo lo mejor posible para enfrentar la jungla que le aguarda allá afuera. Debemos impedir a toda costa que su visión de la vida se torne oscura y con olor a azufre, y en fin, de que cuando llegue el momento de tener que valerse por si mismo, cuente con las armas suficientes para salir avante, como persona de bien y como ciudadano responsable.
En mi soledad interior, donde solo yo sé lo que habita, con mi voz trémula de abuelo que ha visto y vivido tal vez demasiado, esa fue la silenciosa plegaria que elevé al Señor, mientras el párroco de San Juan Capistrano realizaba su tarea ante la parvada de polluelos que le escuchaban, muy seriecitos y bien vestiditos, en tanto que en sus tiernas e inocentes cabecitas se agolpaban solo Dios sabe qué pensamientos, qué visiones del futuro y qué perspectivas de vida.
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